Hombre y mujer, el origen de todo. Por Ernesto Alonso

Los piojos y el homomonio.

No hace mucho, la economista Diana Mondino, actual canciller de nuestra República en el gobierno de Javier Milei, refiriéndose al matrimonio igualitario en una entrevista conducida por el periodista de La Nación, Luis Novaresio, expresó que, “filosóficamente, como liberal estoy de acuerdo con el proyecto de vida de cada uno (…) Dejame exagerar, si vos preferís no bañarte y estar lleno de piojos y es tu elección, listo, después no te quejes si hay alguien que no le gusta que tengas piojos”. Novaresio, avistando el tiro por elevación, ensayó una defensa: “sí, el piojo puede contagiarte”. El matrimonio gay, no, quiso decir. Y Mondino, cerró la presunta réplica expresando: “Bueno, por eso hay algunas normas que para la convivencia social se tienen que poner, pero si hay algo que hace más feliz a una persona y no afecta a otros, ¿por qué no?”.

Afortunadamente, Mondino no milita en la derecha nazi, pero, aun así, la bomba que activó nos ofreció el espectáculo de su inexorable trituración por toda la progresía política y mediática. Reconozcámoslo, fue una imbecilidad la homologación del ´gaymonio´ con el asentamiento de piojos.

Mondino y los dirigentes de su talante, revelan las contradicciones y malas conciencias que los acompañan. Son liberales, pero no tanto como para no reclamar alguna suerte de cortapisa a la libertad. Algunas normas se deben respetar. ¿Quiénes harán el ´trabajo sucio´ de hacerlas cumplir? No ellos, liberales, que están de acuerdo con cualquier proyecto de vida. Al fin de cuentas, abren la puerta al inexorable totalitarismo estatista. ¿Cómo era esa vieja sentencia?, “el liberalismo tributa honores a los principios, pero condena al cadalso las conclusiones”.

´ ¿Qué daño les hacemos a las familias heterosexuales? ´, ´ ¿van a dejar de existir las familias heterosexuales porque dos hombres que se aman puedan casarse? ´, son preguntas recurrentes de la militancia gay en defensa de sus familias homoparentales. Resulta irritante esta manifiesta miopía de lo que significa dañar, herir, contagiar. Completos ignorantes, inhábiles para inteligir que el hombre sea algo más que tejido epitelial, células y órganos. Tal vez, un padre adicto al juego no imponga su estilo de vida a su hijo, pero es del todo probable que éste sufra aquella influencia, lo quiera o no lo quiera.

Los hábitos sociales desorientadores, así como las psicopatías del carácter, pueden ocasionar tantos males como un tumor maligno. Este libertarismo es profundamente materialista pues niega que el hombre sea algo más que un manojo de células como para imaginar que una cultura agnóstica tenga el poder de dañar la conciencia religiosa del hombre; además, se revela individualista pues juzga que somos algo así como mónadas, clausuradas e inmunes a cualquier influencia exterior que provenga de las costumbres, de las modas, de las corrientes de opinión o de los errores devenidos en ´estructuras de pecado´.

Retornando al hilo argumental, muchas asociaciones entre hombres y mujeres, producen óptimos resultados. Fecundos frutos: proyectos de trabajo, emprendimientos innovadores, logros deportivos; y, sobre todo, preciosas amistades, sentimiento y amor genuinos. Un tipo de relación, empero, ha mantenido su estatus mediante el expediente de la diferencia sexual. Y hasta donde sabemos, sin estereotipos, prejuicios o ´genealogías´ históricas, las sociedades y los Estados han tutelado esa institución sobre la base de dicha diferenciación. Una institución se define como tal en la medida en que asume lo esencial de una relación social sostenida en el tiempo y en multitud de condiciones; por tanto, no desiguala o discrimina, sino que, distinguiendo o separando, produce una unión superior, una comunidad de unión generativa.

Hombre y mujer son origen de todo lo humano, o de lo más plenamente humano que es una nueva vida, generada por esta comunidad de diferencias. Es la única relación de diferenciación que genera otro humano, semejante a todos los que puedan precederlo, pero único en su individualidad personal. Y ese ´resultado generativo´ solo es propio de la unión entre un hombre y una mujer, diferentes, pero que en la complementariedad producen una unidad insustituible.

La pasión igualitaria

El matrimonio igualitario es la expresión reciente de una pasión igualitarista sembrada desde hace tiempo en nuestras conciencias modernas. Este igualitarismo, parafraseando a Gustave Thibon, exalta el equilibrio y desprecia la armonía, El equilibrio llega al extremo de igualar las fuerzas, los poderes, todo. Así, cualquier desequilibrio no sería sino sinónimo de asimetría, de injusticia y de degradación. Porque el principio es la igualdad absoluta. La armonía, en cambio, es reconciliación de diferencias y hasta de opuestos. El elemento vital, aquí, no es la igualdad aritmética sino la igualdad proporcional.

No se debe tratar igualmente a quienes son desiguales, al menos bajo ciertos aspectos. El error del igualitarismo ha consistido en confundir gravemente estos planos, creyendo que la desproporción siempre es sinónimo de desigualdad y por tanto de injusticia. La “igualdad de oportunidades al principio”, en fórmula de Gustave Thibon, que rechazaba los privilegios conferidos por el nacimiento, y retenidos artificiales e injustos, pretende asegurar las nociones de mérito personal y de competición social, esto es, asegurar mejor el libre juego de las desigualdades naturales. Dichas desigualdades resultarían necesarias - funcionales, en el lenguaje de la sociología - para armonizar un todo de partes diferentes. Precisamente, la relación diferenciada entre hombre y mujer es una respetable armonía, capaz de operar una síntesis superior a las diferencias.

La igualdad aritmética tiende a anular las diferencias, sea en el origen, esto es, las desigualdades naturales en aptitudes, talentos, capacidades; sea en el término final, a saber, el mérito con el que cada actor social contribuye al bien de una comunidad. Esta imposición ideológica que campea en los espíritus desde la Modernidad ha liquidado toda noción razonable de desigualdad, retenida como injusta distribución, además de opresiva dominación de algunos poderosos en detrimento de los más débiles. Bien conocemos la dolorosa cosecha del discurso ´clasista´.

Lo que sucede es que es tan preciado ese bien, el bien de la vida humana concebida, que solo un tipo de relación puede hacerla posible. Y esa relación específica es única e irrepetible. Tan zonzos no somos como para no advertir que se promueven réplicas en caricatura de aquella unión. Las familias homoparentales con niños adoptados. Alegría, buen trato, excelentes cuidados; todo puede procurarse en esa relación de iguales sin diferencia. Sobre todo, el amor sublime, que jamás deja de predicarse como elemento esencial de las uniones ´homo´.

Insistimos en que este aliento igualitario ha decidido arremeter contra el último vestigio de desigualdad: la diferencia biológica. Paradójicamente, nuestra cultura decididamente materialista, parece mostrarse aquí tenazmente espiritualista, pues no concede un mínimo siquiera a esta materia única que es la biología del cuerpo humano. El cuerpo es profundamente humano; tan humano como es humana la libertad. Seguimos pagando un precio altísimo por aquel viejo error de Descartes que concebía el cuerpo como una máquina ciega, apta solamente para movimientos reflejos. El cuerpo es el hombre y el hombre es cuerpo también; cuerpo sexuado, cuerpo diferenciado. Esta postrera ´cancelación´ trae la inanición y la muerte en sus valijas.

El matrimonio igualitario lleva en su seno la violencia silenciosa contra la desigualdad natural que propone la biología de los sexos. Sobre aquel grito de combate feminista ´la biología no es destino´, se erige esta suerte de ´libertad irrestricta´ proveniente de un yo absoluto, todopoderoso, que impone su ley al cuerpo y finalmente a la persona. Y todo, al mismo tiempo que sobreestima el resto de las igualdades que identifican la relación entre un hombre y una mujer.

Es que, a la vuelta de este recodo, hallamos aquellas dos viejas verdades soliviantadas por la revolución: la igualdad y la libertad. Sus rostros deformes, igualitarismo y libertarismo se reclaman. No existe uno sin el otro. Las libertades extremas no luchan sino por igualdades extremas; éstas, a su vez, son imposibles e impensables sino se fuerza la libertad hasta los límites de la sangre y la muerte. Hasta que el caos sea reducido a la unidad por la fuerza y el terror.

O bien, que la fuerza de un Amor Fuerte rehabilite las diferencias en una compasiva armonía, como un mítico Jardinero que cultive sus rosas, claveles y violetas en su preciado Jardín.

“Después puso una hoja grande de papel de arroz sobre el fieltro y, con movimientos gráciles, pintó dos ideogramas, el del hombre y el de la mujer. ´Hombre y mujer, dijo, el origen de todo´”.

La escritora Susanna Tamaro pone estas palabras en boca de uno de los personajes de su última novela Una gran historia de amor. Me revelaron de inmediato, como un golpe de intuición, sin la fuerza de los razonamientos, que un velo sacro desgarraríamos si hombre y mujer extraviasen la misión de ser origen de todo lo humano.