En líneas generales, la declaración recuerda los principios fundamentales de la dignidad “infinita”, a la vez que expone situaciones problemáticas actuales de graves violaciones de la dignidad humana.
Al conmemorar el 75 aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), el texto proclama que a cada persona humana corresponde una dignidad infinita, más allá de toda circunstancia, estado o situación en que se encuentre.
Trátase de un principio reconocible por la sola razón y reafirmado por la luz de la revelación.
La Iglesia se hace presente -declara el documento- en la defensa de la dignidad del hombre en la línea de su misión que, aun siendo de carácter religioso y no social o político, no puede menos de considerar al hombre en la integridad de su ser.
A modo de aclaración fundamental, reconoce la posibilidad de una cuádruple distinción del concepto de dignidad: dignidad ontológica, dignidad moral, dignidad social y dignidad existencial, señalando que la primera (dignidad ontológica) es la más importante pues corresponde a la persona como tal “por el mero hecho de existir y haber sido querida, creada y amada por Dios”.
Luego de recordar la definición clásica de persona como “sustancia individual de naturaleza racional” (Boecio), precisa que “el ser humano no crea su naturaleza; la posee como un don recibido y puede cultivar, desarrollar y enriquecer sus capacidades”.
Seguidamente, pone de relieve una conciencia progresiva de la centralidad de la dignidad humana, recordando la enseñanza de la Revelación bíblica según la cual “todos los seres humanos poseen una dignidad intrínseca porque han sido creados a imagen y semejanza de Dios”, de modo que nuestra dignidad “nos es conferida, no es pretendida ni merecida”.
A la vez, la antropología cristiana clásica, basada en la gran tradición de los Padres de la Iglesia, puso de relieve la doctrina del ser humano creado a imagen y semejanza de Dios y su papel singular en la creación, mientras que el pensamiento cristiano medieval alcanzó una síntesis de la noción de persona de la mano de Santo Tomás de Aquino: “persona significa lo que en toda naturaleza es perfectísimo, lo que subsiste en la naturaleza racional”.
En tiempo actuales, el Concilio Vaticano II habla de la “excelsa dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus derechos y deberes universales e inviolables”.
Según el Dicasterio, la Iglesia anuncia, promueve y se hace garante de la dignidad humana: por la Revelación, la dignidad del ser humano proviene del amor de su Creador; luego Jesucristo, eleva la dignidad del hombre al unirse en cierto modo a cada ser humano por su encarnación; finalmente, la resurrección de Cristo revela que la razón más alta de la dignidad humana, consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios, destinada a durar por siempre.
Seguidamente, señala que la dignidad constituye el fundamento de los derechos y los deberes humanos: La Iglesia insiste en el hecho de que la dignidad de toda persona humana, precisamente porque es intrínseca, permanece “más allá de toda circunstancia” y que el carácter relacional de la persona, ayuda a superar la perspectiva reductiva de una libertad autorreferencial e individualista, que pretende crear los propios valores prescindiendo de las normas objetivas del bien y de la relación con los demás seres vivos.
En la última sección, la declaración expone algunas violaciones graves de la dignidad humana: el drama de la pobreza que niega la dignidad de tantos seres humanos, la derrota de la humanidad que supone la guerra, el trabajo de los emigrantes, la vergüenza de la trata de personas, los abusos sexuales que dejan profundas cicatrices, la violencia contra las mujeres que constituye un escándalo global dentro de una difundida cultura hedonística y comercial.
Declara que la aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis de sentido moral; asimismo, percibe que la difusión de una terminología ambigua, como la de “interrupción del embarazo”, tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión pública. Sin embargo, “ninguna palabra puede cambiar la realidad de las cosas”.
A renglón seguido, sostiene que la práctica de la maternidad subrogada viola, ante todo, la dignidad del niño que se convierte en un mero objeto y, al mismo tiempo, viola la dignidad de la propia mujer que se desvincula del hijo que crece en ella. Recuerda que el deseo legítimo de tener un hijo no puede convertirse en un “derecho al hijo”.
Frente a la eutanasia y el sucidio asistido, reafirma que la vida es un derecho, no la muerte, que debe ser acogida, pero no suministrada: el sufrimiento no hace perder al enfermo la dignidad que le es intrínseca e inalienable; cada persona es “preciosa” para el conjunto de la humanidad. Ello no quita la posibilidad de procurar el alivio del sufrimiento mediante cuidados paliativos apropiados, evitando el encarnizamiento terapéutico o la intervención desproporcionada.
A continuación, denuncia la cultura del descarte en relación a las personas con discapacidad y propicia la inclusión y participación activa en la vida social y eclesial de todos aquellos que están marcados por la fragilidad.
Seguidamente, reitera que toda persona, independientemente de su tendencia sexual, ha de ser respetada, debiéndose evitar todo signo de discriminación injusta; al mismo tiempo, destaca decisivos elementos críticos en la teoría de género, sobre cuya consistencia científica se debate mucho en la comunidad de expertos. Indica que la vida humana es un don de Dios y que, querer disponer de sí mismo, no significa otra cosa que ceder a la vieja tentación de que el ser humano se convierta en Dios. Apunta que la teoría de género pretende negar la diferencia sexual, que es constitutiva en la pareja varón-mujer y que es fuente del milagro que nunca deja de asombrarnos: la llegada de nuevos seres humanos al mundo.
Recuerda que -como enseña el Papa Francisco en Amoris Laetitia- “lo creado nos precede y debe ser recibido como don”, por lo que toda operación de cambio de sexo, por regla general, corre el riesgo de atentar contra la dignidad única que la persona ha recibido desde el momento de la concepción.
Por último, declara que el avance de las tecnologías digitales, aunque ofrece muchas posibilidades para promover la dignidad humana, tiende cada vez más a crear un mundo en el que crecen la explotación, la exclusión y la violencia, que pueden llegar a atentar contra la dignidad de la persona humana, tendencias éstas que representan el lado oscuro del progreso digital.
En conclusión -expresa el Dicasterio- el respeto de la dignidad de todos y de cada uno, es la base indispensable para la existencia misma de toda sociedad que pretenda fundarse en el derecho justo y no en la fuerza del poder.
Es sobre la base del reconocimiento de la dignidad humana como se sostienen los derechos humanos fundamentales, que preceden y sustentan toda convivencia civilizada.
Dr. Gonzalo Castellanos