Dice el doctor angélico: “fue apropiado que el alma de Cristo, en su Resurrección, recuperara el cuerpo con sus cicatrices.
En primer lugar, para la gloria de Cristo. Pues Beda dice en Lucas 24:40 que conservó sus cicatrices no por incapacidad para sanarlas, «sino para lucirlas como un trofeo eterno de su victoria». Por eso dice Agustín (De Civ. Dei xxii):
«Quizás en ese reino veamos en los cuerpos de los mártires las huellas de las heridas que sufrieron por el nombre de Cristo: porque no será una deformidad, sino una dignidad en ellos; y una cierta belleza brillará en ellos, en el cuerpo, aunque no sea del cuerpo»”.
En este sentido, podemos interpretar que también nuestras propias heridas, ya sean de las batallas contra el pecado o las inferidas por la misma vida, llevadas y ofrecidas con amor y santa aceptación serán para nosotros parte de nuestra gloria en el cielo, del premio y trofeo eterno. Esto es muy consolador. Dios no deja nada al azar, todo lo transforma, “de todo se aprovecha y sirve para el bien de los que le aman”.
En segundo lugar, dice el Aquinate que esas cicatrices son “para confirmar los corazones de los discípulos en cuanto a “la fe en su resurrección” (Beda, sobre Lucas 24:40)”. Es decir, para mostrarnos que Jesús verdaderamente resucitó, con su mismo cuerpo, no con uno distinto; y esta era la prueba de que era Él: sus llagas daban testimonio a la vez de su muerte y su resurrección.
En tercer lugar “para que cuando interceda por nosotros ante el Padre, muestre siempre la clase de muerte que sufrió por nosotros” (Beda, sobre Lucas 24:40). Esto es maravilloso, pensar que Jesús está a la derecha del Padre pidiéndole incesantemente por nosotros, recordándole, con sus llagas, todo lo que padeció por nosotros y la majestuosidad de su amor, como Sumo y Eterno Sacerdote.
En cuarto lugar, “para convencer a los redimidos en su sangre de cuán misericordiosamente han sido ayudados, al exponerles las huellas de la misma muerte” (Beda, sobre Lucas 24:40) .
Esto llena de esperanzas nuestros corazones, saber que en Jesús encontramos la fuente de la misericordia, dispuesto a perdonarnos siempre que nos arrepintamos sinceramente. No podemos dudar de la bondad y de su deseo de perdonarnos cuando vemos sus llagas.
Finalmente, a los corazones endurecidos “para que en el Día del Juicio les reproche su justa condenación” (Beda, sobre Lucas 24:40). Por lo tanto, como dice Agustín (De Symb. ii): “…Así [Cristo] mostrará sus heridas a sus enemigos, para que Aquel que es la Verdad los convenza, diciendo: “Mirad al hombre a quien crucificasteis; mirad las heridas que le infligisteis; reconoced el costado que traspasasteis, pues fue abierto por vosotros y para vosotros, pero no quisisteis entrar.”
Parecería innecesario que el Cuerpo glorificado de Jesús apareciera con las “imperfecciones” de las cicatrices, pero era totalmente conveniente para nosotros que así fuera por las razones ya mencionadas.
Podemos deducir y concluir de todo esto que detrás de cada “marca” que ha dejado en nosotros nuestro paso por este mundo, si nos hemos dejado purificar por ellas, en el cielo relucirán de una manera especial, con un brillo y esplendor único, del cual participará también nuestro cuerpo.
Esto tiene para nosotros un mensaje lleno de paz y de luz. Solemos mirar las heridas de la vida como una humillación, como un “estigma” que, en ocasiones, hasta nos hace creer que hemos perdido la dignidad. Sin embargo, si “contemplamos al traspasado”, nuestra mirada cambia de perspectiva: en sus llagas somos curados de la ceguera espiritual y toda nuestra existencia cobra un nuevo sentido, una dimensión trascendental capaz de dar valor aún a las batallas más cotidianas y sus secuelas.
En este sentido podemos entender aquellas palabras de San Pablo: “completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo”. No porque le haya faltado algo a Cristo en su pasión, sino por la aplicación que hacemos de la pasión de Cristo en nuestra propia vida e historia, es un identificarnos con Él y hacer nuestra Su entrega de amor, es dejar que se realice en nosotros su obra redentora, pasando por su muerte y resurrección.
Dominus Tecum.